sábado, 19 de febrero de 2011

Rubor

Me sentía tan jodidamente frustrado cada vez que terminaban nuestras citas. Me juraba y pejuraba que no volvería a caer en el error de acceder a tus deseos. Pero al final siempre lo mismo. Qué  jodídamente mal se vivia bajo tu pulgar. Solo me aliviaba saber que la última gota de sangre es la que nunca damos. Sabia naturaleza, dicen.

Todo el dolor que dejé que me infligieras fué a cuenta de un gozo imaginado, posible, vislumbrado, vivido de antemano y por tanto sin garantía alguna, sin firma, sin pagaré ni letra de cambio. Ficciones del espíritu, humo, cheques sin fondos. 

Nunca damos nuestra última gota de sangre, desde luego que no, aunque de mí supiste sacar hasta la penúltima, aquella tarde de agosto, con aquel beso envenenado, uno de tantos, uno más, justo cuando ya nuestras vidas distaban siete mil leguas árticas. Tuvo que ser tu lengua venenosa, qué ironía, la que me reviviese, como el último sorbo de vodka que toma el soldado ruso antes de morir en la estepa y que le aguanta con vida un suspiro más. Cuatro segundos más de vida. ¿Quién renunciaría a ellos?

Siempre que me acuerdo se ensombrece mi día, mi tarde, mi segundo. Yo y el olvido siempre nos hemos llevado mal. Y más si en el momento más inoportuno entras en el mismo vagón en el que yo viajo,  por lo visto por error.

No has cambiado. El mismo magnetismo, tu orgullo de  de aristócrata de extrarradio. La misma necesidad de sentirte polo de atracción. La misma mirada que mira si te miran. Los mismos ojazos de mora capaces de eclipsar a toda una luna en todo lo alto de todo un alcázar. El mismo campo de minas bajo tu sonrisa, que no sé a quien has dedicado. A algún memo de tu barrio, seguro. Pero yo también te conozco, y a mi no me has visto al entrar. Por ello, ahora mismo te cazaré. 

Me he acercado. Sabía que lo pararías mal. Por eso me he acercado. La más natural de mis sonrisas, para ti, gélida Anabel.

-Anabel, qué sorpresa.

Lo he visto. El  rubor en tus mejillas, el mismo  que cuando te excitabas pidiéndome más fuelle para tu fuego, que al final siempre guardabas en tu egoísta lamparita de cristal. Esto tiene un nombre, compuesto, que hace referencia al calor y a la polla. Pero yo siempre te lo perdonaba. Han pasado por tu mente todas las  veces que mi  lengua  en tu clítoris te sacaba del  del pozo profundo de tus contradicciones. La de saliva que gasté convenciéndote de que  tus pechos sí eran bonitos, ya que de eso dependía tu equilibrio general. Y después, como siempre, nada. Adiós muy buenas. La Marquesa se va, i quien sabe cuando volverá.

Y hoy... qué placer verte dudar, sofocarte, mirar a otra parte. Levantarte como si se te pasase la parada. Irte, por no ver en mi cara el peso de tus remordimientos. Qué placer saber que ya nunca entrarás tranquila en ningún vagón de ningún metro de esa línea, que siempre mirarás, que siempre sentirás el alivio de percibir mi ausencia.

No hay comentarios: