viernes, 25 de febrero de 2011

Chrisnamurti

Pulsa aquí para ver la imagen a tamaño completoLo poco que iba ganando en TMB lo iba invirtiendo en pagarés de Nueva Rumasa. Y ahora me veo con la pasta evaporada. Por suerte, el bueno de Ruíz Mateos me ha dicho que me va a pagar con unos barriletes de brandy de su destilería. Igualmente mal negocio, porque una vez evaporada la pasta, no tardará en evaporarse el alcohol, y de nuevo a dos velas. Y no quiero acabar como Tato (con moto y sin contrato) o como Baldomero (madurito y sin dinero), así que me he propuesto de nuevo conseguir algún currillo.

Con ingenio y asesoramiento he conseguido falsificar un título universitario, y heme aquí... ¡ahora soy psicólogo! Es fácil, tan solo basta un título de verdad, un escáner-impresora,  una lámina de PVC tamaño folio y un cartucho de tinta de color. El resto ya os lo imaginais.

Total, que habiendo incurrido en el delito de falsedad documental he conseguido entrar en una empresa de cátering (Prats-Fatjó) dentro del departamento de recursos humanos, concretamente como responsable de terapia motivacional. Enhorabuena, psicólogo. Vaya santa mierda, tomadura de pelo. Recursos humanos: darle dos vueltas diarias a los cojones de los empleados para mantenerlos firmes y prietas las filas. Terapia motivacional: engañar a la gente para que se coma su propia mierda y encima la encuentre buena.

Doy unas charlitas semanales ante un grupo que cuadros intermedios, todos de la rama administrativa. Me encanta. Me luzco con unas filípicas del todo inverosímiles, pero ya se sabe: cuanto más gorda la metes, la gente más y mejor se la tragan. Además soy psicólogo y todo lo que dice un psicólogo suena a psicológico aunque no se entienda . Les digo:
-La genetica es nuestra principal enemiga. La genética va en nuestra contra, básicamente porque constantemente nos quiere matar. Y mejor se lo ponemos cuando somos débiles, enfermos, deformes. La genética quiere hacer limpieza., y no se lo podemos permitir: la debilidad la llevamos escrita en la cara, y ella lo sabe... y si solo fuese la debilidad... fíjense que si Martínez tiene cara de imbécil... ¡coño, es que Martínez es imbéci!!
Y algunas -la mayoría són mujeres- hasta se ríen. Pobrecitas.

Entre ellas está Jéssica, una empleadita de veintipocos de lo más tierno que he visto en tiempo. Cuando hablo noto que me mira como no entendiendo mucho, aunque intuyendo algo, y sin duda poniendo freno a algo que ocurre dentro de si y que no quiere que se le note mucho. A ella, sinceramente, mis fraudulentas charlas de terapia motivacional no le van a  hacer mucho efecto, ya que Jéssica es una empleada responsable, eficiente, cumplidora y por encima de todo valorada. Hace poco ha firmado un contrato indefinido, y ese día se mostraba contenta.
-Me lo he ganado yo sola, nadie me ha regalado nada... -me decia, en un discreto aparte que mantuvimos junto a la máquina del café. Jéssica es de ese tipo de chica que puede ser medianamente feliz con un contrato indefinido y algo de respeto profesional.
Hace poco, mientras lanzaba al pequeño grupo de trabajo una de mis improvisadas peroratas, se me ocurrió hacer una gracieta, un pequeño juego de palabras que no funcionó mal. Entonces miré a Jéssica, y ensanché mi sonrisa, de un modo sutil pero sin duda perceptible. Ella sonrió y al cabó pareció incomodada, pero aguantó mi mirada con ostensible satisfacción final. Jéssica es emocionalmente diáfana, sencilla. Pura, diría, de esas personas que no sabe disimular que algo le ha hecho ilusión. Tiene un rostro muy bonito, de ojos azul claro, mejillas sonrosadas. Alguien podría definirla como  gordita de cara guapa. Y es cierto que no es precisamente delgada, pero nadie dudaría del atractivo de ciertas curvas con buenos cimientos. Su pechera es generosa, rotunda y absolutamente proporcionada al conjunto de su ensamblaje corporal. Lástima que toda su  frondosa  armonía se vea quebrada por unas caderas, aquí sí, del todo traidoras. Por ello, se le nota, Jéssica está más cómoda sentada que de pie, y al andar acentúa quizás innecesariamente su natural sentido de la discreción, y lo digo porque más de una y de dos petardas, con la mitad del balance final de la belleza de Jéssica se creerían quien sabe qué.

Un  viernes, al salir de las oficinas de Prats-Fatjó, me senté en un banco de la Gran Vía, a fumarme uno de mis cigarrillos liados. No estaba a distancia de nada parecido  a un hospital ni a un colegio. Fumaba sin la sensación de estar delinquiendo demasiado, cuando de casualidad apareció Jéssica, con su abrigo tres cuartos azul marino, y su bolso de señora. Bueno... ¿casualidad? Nunca se sabe bien bien si los encuentros casuales con las mujeres son enteramente fortuítos. El caso es que me tocó por la espalda, con un dedo.
-Anakin, ¿qué haces aquí?
-Hombre, Jéssica... qué casualidad....
-Sí, qué casualidad, ¿no?

En el sofá de casa de sus padres, continuamos la conversación que habíamos iniciado en la calle, de tranquilo paseo. conversación de chica sencilla, que te habla de cosas pequeñas e irrelevantes pero que no puedes dejar de escuchar con cierta sensación de bienestar. Jéssica hablaba por los codos, y Jéssica es de aquella clase de muchachas que una vez te han contado mil y una serpentinas inconexas, una vez las has escuchado y en tí han podido vaciar el depósito de su locuacidad, puede que que permitan iniciar sexo. A mí me apeteciía muchísimo, y noté, por la elocuencia de su silencio repentino, que a ella también. Le rodeé la cintura con mi brazo izquierdo, y le atornillé un beso suave pero decidido, al que respondió como la mantequilla que se funde hasta liquarse. No tardé en mesarle su pecho izquierdo, por encima de su blusa, acompasadamente. Nuestras lenguas jugaban cada vez mejor, y empezé a desabrocharle la blusa y a acariciarla por encima del sujetador. Pero yo quería ir a las superlativas redondeces de su culo y caderas. Me di cuanta que Jéssica se dejaba hacer sin objeción alguna, pero que había que hacer, así que le fuí quitando su tejano hasta quedar en ropa interior, tumbada boca arriba sobre el sofá. Tumbado cómodamente encima de aquel colchoncito sabroso, tierno, le bajé una mano hasta la nalga izquierda, mientras le seguia tocando los pechos, ahora ya desnudos. Así fui alternando una mano, otra, arriba, abajo. Y sin necesidad de temer por el equilibrio, me pude sostener tumbado encima de ella con ambas manos paseándose por nalgas y muslos, mientras mientras le besaba la boca, el cuello, o lo que me quedase a tiro. Y nada, en el momento oportuno le practiqué un masaje clitorial que la subió hasta las nubes. Acto sequido me desabroché el pantalón, y sin necesidad de penetrarla -por ahorrar la prosaica inquerencia sobre quien llebava preservativos-, con el miembro arropadísimo entre carnes generosas, me corrí con una premura y una duración que me sorprendió.
-Lo siento, Jéssica, te habré puesto perdida...
-No te preocupes, tengo cleenex a mano...
Y alargando su mano hasta la mesita del café, donde tenía el bolso, sacó un paquetito de pañuelos de celulosa.
-¿Puedo coger uno? -pregunté, educadamente.

Tres lunes más tarde, en la sesión de terapia ocupacional, me cambió el humor al comprobar que Jéssica no estaba allí. Hablé con desgana. Pensaba todo el tiempo en qué podía haberle sucedido. No quería ni pensar que por nuestro revolcón ella se hubiese lastimado o algo hasta el punto de huír. No lo creía. Era inverosímil, puesto que ella era, con casi completa seguridad, de esas personas que no espera mucho ni poco de nadie. De esas personas que reciben lo que venga con gratitud, y después Dios dirá.

En el casillero de recepción me informaron de que Jéssica había dejado la empresa, "ahora que la habían hecho fija, desde luego que rara es la gente", decía la recepcionista. Me alargó un sobre a mi nombre.
-Lo dejó hace tres lunes, insistió que te lo diera.

Leí. Caligrafía redonda, de estudiante aplicada.
"Anakin: gracias. Tus charlas me han servido un montón. Gracias a ti he visto quien soy y qué quiero. O más bien, qué no quiero. Espero que no te haya sentado mal que no te llamase después de aquella tarde en mi casa, tan bonita, que siempre recordaré. Me aproveché un poco de ti, o almenos tengo esa sensación. Simplemente pensé que yo sería para ti una chica más, por eso pensé que no había nada malo en lo que pasó. Yo lo sabía. Aún así, por aquello, gracias, también. Me sentí una reina, y mi autoestima subió como no te puedes imaginar.
Cuando leas esto estaré en India, trabajando para la fundación Chrisnamurti, cerca de Bangalore. Allí tengo una amiga que me pedía desde hacía tiempo que fuese con ella. Y allí estoy.
En mi tienes una amiga, y si alguna vez vienes por aquí no dudes en acercarte, si te apetece, a decirme hola.   
Jéssica."

Ardua tarea  es, y se demustra continuamente, vaticinar los efectos precisos de  nuestros actos. Imposible tarea es -ya hablo como el Master Yoda- tratar de entender lo que pasa por las cabezas y los corazones de quienes nos rodean. Mejor. Si todo fuese previsible, la vida sería un asco rotundo, definitivo.

sábado, 19 de febrero de 2011

Rubor

Me sentía tan jodidamente frustrado cada vez que terminaban nuestras citas. Me juraba y pejuraba que no volvería a caer en el error de acceder a tus deseos. Pero al final siempre lo mismo. Qué  jodídamente mal se vivia bajo tu pulgar. Solo me aliviaba saber que la última gota de sangre es la que nunca damos. Sabia naturaleza, dicen.

Todo el dolor que dejé que me infligieras fué a cuenta de un gozo imaginado, posible, vislumbrado, vivido de antemano y por tanto sin garantía alguna, sin firma, sin pagaré ni letra de cambio. Ficciones del espíritu, humo, cheques sin fondos. 

Nunca damos nuestra última gota de sangre, desde luego que no, aunque de mí supiste sacar hasta la penúltima, aquella tarde de agosto, con aquel beso envenenado, uno de tantos, uno más, justo cuando ya nuestras vidas distaban siete mil leguas árticas. Tuvo que ser tu lengua venenosa, qué ironía, la que me reviviese, como el último sorbo de vodka que toma el soldado ruso antes de morir en la estepa y que le aguanta con vida un suspiro más. Cuatro segundos más de vida. ¿Quién renunciaría a ellos?

Siempre que me acuerdo se ensombrece mi día, mi tarde, mi segundo. Yo y el olvido siempre nos hemos llevado mal. Y más si en el momento más inoportuno entras en el mismo vagón en el que yo viajo,  por lo visto por error.

No has cambiado. El mismo magnetismo, tu orgullo de  de aristócrata de extrarradio. La misma necesidad de sentirte polo de atracción. La misma mirada que mira si te miran. Los mismos ojazos de mora capaces de eclipsar a toda una luna en todo lo alto de todo un alcázar. El mismo campo de minas bajo tu sonrisa, que no sé a quien has dedicado. A algún memo de tu barrio, seguro. Pero yo también te conozco, y a mi no me has visto al entrar. Por ello, ahora mismo te cazaré. 

Me he acercado. Sabía que lo pararías mal. Por eso me he acercado. La más natural de mis sonrisas, para ti, gélida Anabel.

-Anabel, qué sorpresa.

Lo he visto. El  rubor en tus mejillas, el mismo  que cuando te excitabas pidiéndome más fuelle para tu fuego, que al final siempre guardabas en tu egoísta lamparita de cristal. Esto tiene un nombre, compuesto, que hace referencia al calor y a la polla. Pero yo siempre te lo perdonaba. Han pasado por tu mente todas las  veces que mi  lengua  en tu clítoris te sacaba del  del pozo profundo de tus contradicciones. La de saliva que gasté convenciéndote de que  tus pechos sí eran bonitos, ya que de eso dependía tu equilibrio general. Y después, como siempre, nada. Adiós muy buenas. La Marquesa se va, i quien sabe cuando volverá.

Y hoy... qué placer verte dudar, sofocarte, mirar a otra parte. Levantarte como si se te pasase la parada. Irte, por no ver en mi cara el peso de tus remordimientos. Qué placer saber que ya nunca entrarás tranquila en ningún vagón de ningún metro de esa línea, que siempre mirarás, que siempre sentirás el alivio de percibir mi ausencia.

lunes, 14 de febrero de 2011

El Club de los buenistas: capítulo final

Entre Carla y yo van cayendo las barreras del contacto físico. A cada leve roce le sigue una intensa descarga de atracción, de deseo. Nos tocamos, muy civilizadamente, pero como perros en celo, de un modo cada vez más buscado y ostensible. Vernos y no tocarnos -una manita en un hombro, una carantoña en la mejilla- es ya insoportable. No es de extrañar, entonces, que hoy hayamos acabado metidos en el cuarto de las escobas. Era inevitable. Carla es menuda, y sujetándola por sus nalguitas de manzana respingona me la he subido hasta que, abierta de piernas, su pelvis ha quedado contra mi paquete. Eso sí, con los pantalones aún puestos. Me miraba, con sus ojos de esmeralda incandescente, algo temerosos, cerrándolos justo en el momento en que abría su boquita de Fantanaranja y pegaba sus labios a los míos. Empezaba a notar la dulzura de su lengua cuando han sonando dos breves y antipáticos golpes en la puerta metálica del exiguo cuartucho. La he estrechado contra mi, como un Adán protector sorprendido por Dios en el Paraíso. Sus negros tirabuzones eran, en mi rostro, una invitación al confort perpetuo, mullido como el pan caliente. En silencio, han transcurrido pocos segundos, y después otra vez los golpes.

-Anakin... -decía una  voz, desde fuera. tratando de ser discreta.

Era Alfredo, el encargado. He abierto. Con cara de circunstancias, he atendido a lo que me quisiese decir. A la fuerza ha tenido que ver a Carla, mal disimulada detrás de unas mopas, con un cubo de plástico azul vuelto del revés tapándole la cabeza.

-Anakin, tío, que os he visto. A mi me da igual, pero te advierto que hay cámaras por todas partes, no hagas el tonto, ¿vale? Tú mismo, que ya sabes cómo las gastan estos cabrones de TMB.

-Vale, vale.

Y ha cerrado.

Carla se ha quitado el cubo, y hemos mirado por los cuatro rincones del techo. Efectívamente, ahí había una cámara, pero por suerte... un paño de quitar el polvo cubría el objetivo. Alguien antes que yo habría usado ese cubículo para sus fines ocultos. Pero es bien cierto que de repente me ha entrado un ataque de prudencia. Por un euro de menos en el recuento, echaron a un conductor de autobús. Les sería fácil darme puerta, y a Carla también, alegando "uso indebido de las dependencias de la empresa".

He abierto una rendija, esperando el momento adecuado para salir. Primero yo, después Carla, o a la inversa, daba lo mismo. Pero justo en ese momento he entrevisto una figura conocida merodeando por el vestíbulo adyacente, una silueta que reconocería en cualquier rincón del mundo: andares extraviados, mirada de loco tras sus gafitas redondas. Sí, era Ian, con su tomo de "El Club de la lucha" bajo el brazo, y eso significaba algo. He vuelto a cerrar.

Un Jedi percibe cualquier perturbación en la Fuerza, y eso era justo lo que estaba sucediendo en ese instante: I got a bad feeling about this, dicen en la películas. Notaba una turbulencia intensísima que gravitaba cada vez más cerca de Carla. Y de repente lo he visto todo claro y en technicolor.

-Carla, cariño, ¿tú tienes Facebook?

-Sí, ¿por qué? ¿Pasa algo?

-¿Has agregado recientemente a un tipo llamado Ian?

-Sí, ¿por qué? parecía majo...

-Es peligroso.

-Pues vaya mierda... nunca lo hago, ya sé que hay mucho tipo sin crepúsculos por ahí suelto...

-Crepúsculos no, escrúpulos. ¿Qué pone en tu Facebook?

-Nada, lo típico, mis cosas, sentimientos, vivencias...

-¿Hablabas de mí?

-Bueno un poco... lo siento, quizás no tenía... ¿tengo que asustarme, Anakin?

-Espero que no, pero ha sido un...

-Ya, un craso favor...

-No, un flaco error... no, coño, un craso error. Bueno, da igual. Ahora saldremos de aquí, tú detrás mío, y en cuanto te diga echas a correr.

Salimos. Al vernos, Ian, montado en cólera, se acercó. En seco paró, y sacó la pistola. Tiró el libro al suelo y apuntó.

-Anakin, traidor. Te mezclas con lo insano, con la plebe enferma. No controlas tu polla bastarda. Ahora apártate, he de acabar con esa pulga insana, con ese tumorcillo social que apesta, como tú, a mentira, a mierda envuelta en lacito rosa, que es lo que soys todos. Apártate. Primero ella y luego vas tú.

Tras de mí, Carla temblaba.

-Ian, si tanta sed de limpieza tienes empieza por esos dos que te dije, el Oriol y el otro, el del piso patera. Pero olvídate de Carla, o te mataré yo a ti.

-No sufras, esos dos piojos ya lucen esquela en los periódicos. ¿Es que no lees, anakin? ¡Aparta, perro!

Total, que así nos hubiésemos tirado horas, y ya empezaba a congregarse gentío alrededor. Sabía que Ian, ciego de fanatismo -folla poco, o nada- acabaría disparando. Pensé en emular a Buffalo Bill en su más celebrado número circense, cuando con los dientes atrapaba una bala en plena trayectoria. Podría ser un buen regalo de cara al público, que al fin y al cabo pensarían que todo aquello era una performance. Pero decidí algo más clásico: desplegar el láser azul de mi light saber e interceptar el curso del proyectil. Seguramente se fundiría. Aunque bueno, la mancha de plomo líquido caería al suelo y aún la tendría que limpiar yo.

Al final, Ian disparó. Vació el cagador, entero. Repelí las balas con la espada, como está mandado, y por ello Ian se vio durante unos segundos completamente desconcertado. Después se enconó, a pecho descubierto, contra nuestra posición. Justo cuando se precipitaba sobre nosotros, volví a encender el láser. Ian quedó atravesado, fruto de su propio ímpetu. Un intenso hedor a grasa quemada impregnó el espacio, y una exclamación de horror recorrió la muchedumbre.

Me supo un poco mal. El proyecto de El Club de los Buenistas no tenía mala base, pero era absolutamente delirante en su faceta práctica. Pobre Ian, pobre fanático mesiánico. También me sabía mal porque de esas perdería definitivamente el curro. Pero bueno, ya encontraría otro. A mi no se me caen los anillos. De momento, tan solo me quedaba un pequeño autodestierro -puntual- a mi Tatooine natal. En dos segundos estaba allí, y la brigada del Cos de Mossos d'Esquadra ya recogría los restos del sarao. Ya volvería cuando todo el episodio hubiese caído en el olvido, y a fe que sería pronto. La gente es sumamente voluble y olvidadiza.

Cogí a Carla por la cintura, y en un plis nos plantamos en Taooine. Fuimos directos a la granja de humedad de mi tío Lars -bueno, era tío mío, o de mi padre... esto ya no sé si lo he vivido o lo he visto en película...

Carla y yo teníamos una bonita cuenta pendiente, un bello asunto por concluír. Nos desnudamos. La tumbé en un jergón, austero y milenario. Lamí sus pechecitos tersos y duros, lamí todos los rincones de su epitelio. Carla, flexible como un junco, salvífica como el trigo, veraz como el humus esencial, jadeaba harmoniosamente mientras la penetraba a fuego lento. Y sus jadeos se confundieron con la bella cadencia sonora que, cada atardecer, en Tattoine, toma la forma de dos soles en ocaso.