martes, 3 de enero de 2012

El gemelo sabio

Cae  la noche, por fin, y el tuerto será, una vez más, el rey entre la pardez de tanto felino  espúreo, tanta gata teñida de rubio pote y tanto tigre de boquilla. Asquean estos tiempos de ordinariez y mediocridad. Pero bueno, como dice aquel, lo que importa no es lo que pasa, sino cómo te tomas lo que pasa, y yo no me vine de Tatooine ni a amargarme ni a salvar almas. Ya dije en su momento que con haber aprendido a no mezclar salfumán y lejía ya me daba por enteramente satisfecho, sin considerarme por ello un científico. Eso sí, no se me quitará el antojo de sacar bilis, si procede. A escribir me refiero, vaya, que uno tiene la suerte de poder metabolizar los venenos que involuntariemente se ve obligado a ingerir por estos mundos de dios, tan solo por bajar a la calle, tan solo por abrir la ventana, tan solo por desear los buenos días a la vecinita que bien buena está. No como otros, los profesionales de la mezquindad. Esos, con su pan se lo coman. 
...
Regálame una Remington, que esta mierda de editor de textos es de todo menos digno de un fotocopiador de almas. Ni alevoso ni nocturno. Aséptico y antitabaco. En fin.
...
Cariño, mi niña, no te cuelgues demasiado. Yo puedo columpiarte en mis brazos cuando te sientas desorientada, y necesites como si papá se sentase a tu lado y te dijera que todo irá bien. Te puedo abrir cien ventanas a esos mundos que intuyes y un poquito ya piensas pero aún no dominas. Incluso puedo retarte a una carrera hasta la estación si la tarde acompaña. Pero no te cuelgues demasiado, por Dios te lo pido, por el gemelo sabio de Cupido, el que sujeta la muñeca del hermano loco cuando aún estamos todos a tiempo de evitar lágrimas que no merecen ser lloradas.    

jueves, 24 de marzo de 2011

Nerea



El rato más bonito, Nerea, siempre es ese en que te miro a los ojos y tú me miras, y no nos decimos nada, pero nuestras almas se tienen, se entrelazan y bailan. Mentes cómplices, que entienden y que se entienden.  

Nunca te penetraré, aunque podría. Quizás nunca lo permitirías, aunque podrías. No sé si realmente querría, pero podría. Probablemente si te dejases poseer, si me dejases apoderarme de tu cuerpo de junco, si dejases que lamiese tu vientre liso como la piel de un tambor, si dejases que te partiera en dos, que diese un poquito de si los pliegues de tu vaginita de Barbie, se acabaría lo bonito. Por eso es mejor seguir así, sabiendo que nunca follaremos pero que podríamos.

Nerea, mi Nerea, alocada, descarada, sabedora y consciente de los destrozos que pueden hacer en un hombre mal pertrechado ese rostro de piel perfecta, esos ojos azul piscina, esa melena rubia,  esa sal y pimienta en la risa, en el habla, en los gestos. Es extraño lo que hay entre tú y yo, Nerea.  Es extraño, divertido, bonito. A veces pienso que es hasta peligroso, pero después recapacito y me doy cuanta de que no.

Nerea, sabes que sé que me quieres. Sabes que te quiero. Los dos sabemos que nos queremos a rabiar. Y tú sabes, además, que yo te quiero con ese amor paciente, distante, incondicional, ideal para tu naturaleza de gato. Sabes que cuando vayan maldadas Anakin no te fallará, por la debilidad que tiene por ti. Que Anakin es como tu padre y tú, mi Nerea, eres esa niña, esa hija por quien el padre mataría. Pero no somos padre e hija, y por eso, podríamos follar, y por eso jugamos como si fuésemos a hacerlo.  Aunque nunca follaremos, bien podríamos. Lo sabemos, y ahí está lo bonito de nuestro juego.

viernes, 4 de marzo de 2011

Máxima seriedad

Alicia se descarga. Aprovechando que me encuentro solo en la oficina, me va sacando temas de conversación, cada vez más orientados a sus dificultades con el trabajo, sus superiores, sus encontronazos con David, el brabucón cachas que la manda callar, que le hurga en los dossieres, que se mete sin permiso en su ordenador. Cree que hay cierto acoso. Ella detecta una una especie de atracción-repulsión por parte de David hacia ella. 

Alicia se descarga. Dice que ella no va a rendirse. Que hay días en que lo mandaría todo al carajo, pero que su autoestima, su exigencia profesional se lo impide. 

-Alicia, sinceramente creo que tu problema es que te has autoimpuesto un nivel de exigencia excesivamente alto. Eres hiper-responsable. Deberías aflojar. Debes reírte un poco de todo este fregado. Incluso deberías reírte en la cara de David y compañía. Demuéstrales que estás muy por encima de sus pequeñeces y de sus delirios de grandeza. Les desarmarás. No sabrán por donde cogerte. Al final les harás bailar a tu son.

Pero Alicia, pese a reconocer que sería mucho mejor tomárselo todo de otra manera, prefiere seguir descargándose, y demostrar, veladamente, que en definitiva ya está bien con la situación. Así, descargándose, se puede victimizar, y puede abrir ante mi el abanico de su reclamo: soy una chica desvalida que no merece todo por lo que está pasando. Me hace entender que está al límite, que ya no puede más, y que cualquier día cae enferma, aquejada de qualquier cosa física o mental. Entonces....

Entonces me pongo a pensar. Me aventuro a hacerle un diagnóstico-express. Veamos.

Alicia, cuerpecito menudo, ratita muy mona, piel perfecta y apetitosa, siempre ha querido ser una sex simbol. Subyugada por los cánones de su tiempo, nunca ha sabido aceptar sus no-medidas 90-60-90. Tampoco su no-metro setentaicinco. Tampoco su líbido hiperactiva y promiscua, más de corte masculino que femenino. Consciente de sus pulsiones animales, brutalmente atajadas por un agudo complejo de culpabilidad -posiblemente heredado de su formación en colegio de monjas- se autocastiga trabajando, trabajando, trabajando más y más y aceptando retos tan exigentes como absurdos.

-Alicia, creo que necesitas una terapia -le digo.
-¿Terapia? sí, creo que necesitaría algo de ayuda externa, lo he pensado más de una vez. Pero cuál, hay tantas hoy en día...
-Conozco una que te puede ir bien. ¿Has oído hablar de la sexoterapia? 

Veo como sus pechos pequeñitos empiezan a latir. Se siente turbada, pero en su voz hay un inconfundible trasfondo de deseo.

-No, nunca había... pero... ¿en qué consiste? A ver, que yo ya practico sexo con Alejo, mi pareja. Nos vemos los fines de semana, y...
-Y entre semana te consagras al trabajo, porque no puedes pensar en otra cosa... aunque sí piensas en otra cosa, aparte de en el trabajo. Piensas en el sexo entre semana y con otros hombres que no sean Alejo. Oye, que no pasa nada. Es solo que ese deseo constante lo tienes que consumar. Y una vez te liberes de esa tensión se te irán aflojando todas las angustias derivadas. Se caerán como un castillo de naipes bajo el soplo de un bebé.
-No sé que decirte, Anakin...
-Piénsalo. Yo te pondré en contacto con un terapeuta. Tendrás que mantener relaciones con él, me imagino que esto ya lo prevés. Él te liberará, ya verás.
Alicia quedó un rato pensativa. Entonces dijo:
-Bueno, no te digo que no lo pruebe... Supongo que si sigo el tratamiento, bajo un diagnóstico científico como el que me acabas de hacer, y con fines terapeuticos... no se considerará una infidelidad... lo digo de cara a Alejo...
-Pues claro que no, mujer. Técnicamente hablando será una praxis terapeutica, nada más. En este sentido quédate del todo tranquila.

Me dio su dirección, y quedamos en el día y la hora  en que le enviaría el terapeuta a su casa.
-Oye, Anakin -dijo, con súbito sobresalto- no me mandarás a David, verdad? Espero que todo esto sea serio...

A la hora convenida sonó el timbre. "Terapeuta", se oyó por el interfono.
Quince segundos de ascensor, hasta llegar al pisito de Alicia.
-Hola, Alicia.
-¿Anakin? ¿Tú?
-Pues claro, ya te dije que el tema era de la máxima seriedad... ¿quien mejor que yo para tratar debidamente a mi paciente? Pero vaya, Alicia, si no lo ves claro aún estamos a tiempo de...
-No, no, nada, pasa, pasa.

Todo tratamiento de sexoterapia bien hecho pasa por una cenita previa, preparada con esmero y cariño. En este sentido, hay que reconocer que Alicia aprobó con nota: una ensaladita de queso de cabra y nueces, y de segundo unas hamburquesas 100% ternera con salsa roquefort. Antes del postre Alicia se disculpó un segundo. Al cabo regresó a la mesa con un pijamita de dos piezas: shorts y camiseta con el cuello muy desbocado, caído hacia un lado, dejando al descubierto un hombro absolutamente sexy. Decidimos no repetir de cuajada con miel, por aquello de no hincharnos demasiado. Bueno, ella quizás lo hizo más por no rebasar el número aconsejable de calorías. Yo no por eso, sinó por lo otro, que ya empiezo a tener una edad y los meneos me dificultan una buena digestión.

Nos sentamos en el sofá. Alicia puso un DVD de una peli americana, el típico bodrio chico-chica-malas-jugadas-del-destino, en que habían escenas de sexo casi explícito, pero muy románticas todas. Al término de la primera de ellas, Alicia tomó el mando del televisor, y con gesto decidido lo apagó. Se quitó las gafas, las depositó encima de la mesita, y me abordó, como quien se sube a un caballo. Sentada encima de mi paquetamen, empezó a sorberme, lamerme, sobarme, desnudarme, a su antojo y placer. A mi, un culito pequeñín y una tetitas tamaño mini pero reconocibles siempre me han parecido plato de gusto, así que mentras ella se servía, yo me servía también, y cada vez quedaba más encantado de la vida por tan sanísima terapia. Cada uno a lo suyo, pero muy bien compenetrados. 

Alicia resultó ser un auténtico volcán, y se lo pasó mejor que un crío en un cajón de arena. Ah, y como ya imaginé, la cosa acabó yendo de repetición, tripitición y aún más. Cuando ya vi peligrar mi integridad eréctil, me cambié de condón, y me coloqué a Alicia encima mío, yo sentado, ella sentada, pero dándome la espalda.
-No te sepa mal, Alicia, pero me he enamorado de este culito que tienes, y te lo voy a penetrar. Nada, lo justito, ya verás.
De pronto volví a mi máximo potencial eréctil, y le metí el glande. Y nada, con levísimos movimientos aquello ya funcionó solo, no me hizo falta meter más. Un río de gusto se me escapó por el pito, y por lo poco que presté de atención oí que a ella tampoco le santaba del todo mal el experimento.
-Esto ha sido la guinda, Anakin... la auténtica guinda...

Me quedé a dormir en su casa, gentileza de compañera, que me cedió un lado de su cama de su habitación de su pisito monísimo. Y nada más, ya no hubo más serenata, ni más tormenta, ni más erupciones salvajes. Paz y gloria, mecidos en brazos de Morfeo. Ella se durmió en el acto, con una sonrisa beatíficamente angelical. Le di un besito en la mejilla, y me tumbé. Tampoco tardé en caer frito. No sé si ronqué... bueno, me temo que sí.

A la mañana siguiente, entes de irme, cuando ya me despedía, Alicia me confesó que aquello había sido un acierto mayúsculo, y que deseaba seguir con la terapia, "hasta que me note curada del todo, pero del todo", remarcó. Yo le dije que lo veía acertado, solo que le propuse si para la nueva sesión deseaba que viniese yo o que le mandase a David. Ella quedó un momento en silencio.
-Tampoco lo tienes que decidir ahora... -dije.
-No, ¿verdad? pues ya me lo pensaré.

viernes, 25 de febrero de 2011

Chrisnamurti

Pulsa aquí para ver la imagen a tamaño completoLo poco que iba ganando en TMB lo iba invirtiendo en pagarés de Nueva Rumasa. Y ahora me veo con la pasta evaporada. Por suerte, el bueno de Ruíz Mateos me ha dicho que me va a pagar con unos barriletes de brandy de su destilería. Igualmente mal negocio, porque una vez evaporada la pasta, no tardará en evaporarse el alcohol, y de nuevo a dos velas. Y no quiero acabar como Tato (con moto y sin contrato) o como Baldomero (madurito y sin dinero), así que me he propuesto de nuevo conseguir algún currillo.

Con ingenio y asesoramiento he conseguido falsificar un título universitario, y heme aquí... ¡ahora soy psicólogo! Es fácil, tan solo basta un título de verdad, un escáner-impresora,  una lámina de PVC tamaño folio y un cartucho de tinta de color. El resto ya os lo imaginais.

Total, que habiendo incurrido en el delito de falsedad documental he conseguido entrar en una empresa de cátering (Prats-Fatjó) dentro del departamento de recursos humanos, concretamente como responsable de terapia motivacional. Enhorabuena, psicólogo. Vaya santa mierda, tomadura de pelo. Recursos humanos: darle dos vueltas diarias a los cojones de los empleados para mantenerlos firmes y prietas las filas. Terapia motivacional: engañar a la gente para que se coma su propia mierda y encima la encuentre buena.

Doy unas charlitas semanales ante un grupo que cuadros intermedios, todos de la rama administrativa. Me encanta. Me luzco con unas filípicas del todo inverosímiles, pero ya se sabe: cuanto más gorda la metes, la gente más y mejor se la tragan. Además soy psicólogo y todo lo que dice un psicólogo suena a psicológico aunque no se entienda . Les digo:
-La genetica es nuestra principal enemiga. La genética va en nuestra contra, básicamente porque constantemente nos quiere matar. Y mejor se lo ponemos cuando somos débiles, enfermos, deformes. La genética quiere hacer limpieza., y no se lo podemos permitir: la debilidad la llevamos escrita en la cara, y ella lo sabe... y si solo fuese la debilidad... fíjense que si Martínez tiene cara de imbécil... ¡coño, es que Martínez es imbéci!!
Y algunas -la mayoría són mujeres- hasta se ríen. Pobrecitas.

Entre ellas está Jéssica, una empleadita de veintipocos de lo más tierno que he visto en tiempo. Cuando hablo noto que me mira como no entendiendo mucho, aunque intuyendo algo, y sin duda poniendo freno a algo que ocurre dentro de si y que no quiere que se le note mucho. A ella, sinceramente, mis fraudulentas charlas de terapia motivacional no le van a  hacer mucho efecto, ya que Jéssica es una empleada responsable, eficiente, cumplidora y por encima de todo valorada. Hace poco ha firmado un contrato indefinido, y ese día se mostraba contenta.
-Me lo he ganado yo sola, nadie me ha regalado nada... -me decia, en un discreto aparte que mantuvimos junto a la máquina del café. Jéssica es de ese tipo de chica que puede ser medianamente feliz con un contrato indefinido y algo de respeto profesional.
Hace poco, mientras lanzaba al pequeño grupo de trabajo una de mis improvisadas peroratas, se me ocurrió hacer una gracieta, un pequeño juego de palabras que no funcionó mal. Entonces miré a Jéssica, y ensanché mi sonrisa, de un modo sutil pero sin duda perceptible. Ella sonrió y al cabó pareció incomodada, pero aguantó mi mirada con ostensible satisfacción final. Jéssica es emocionalmente diáfana, sencilla. Pura, diría, de esas personas que no sabe disimular que algo le ha hecho ilusión. Tiene un rostro muy bonito, de ojos azul claro, mejillas sonrosadas. Alguien podría definirla como  gordita de cara guapa. Y es cierto que no es precisamente delgada, pero nadie dudaría del atractivo de ciertas curvas con buenos cimientos. Su pechera es generosa, rotunda y absolutamente proporcionada al conjunto de su ensamblaje corporal. Lástima que toda su  frondosa  armonía se vea quebrada por unas caderas, aquí sí, del todo traidoras. Por ello, se le nota, Jéssica está más cómoda sentada que de pie, y al andar acentúa quizás innecesariamente su natural sentido de la discreción, y lo digo porque más de una y de dos petardas, con la mitad del balance final de la belleza de Jéssica se creerían quien sabe qué.

Un  viernes, al salir de las oficinas de Prats-Fatjó, me senté en un banco de la Gran Vía, a fumarme uno de mis cigarrillos liados. No estaba a distancia de nada parecido  a un hospital ni a un colegio. Fumaba sin la sensación de estar delinquiendo demasiado, cuando de casualidad apareció Jéssica, con su abrigo tres cuartos azul marino, y su bolso de señora. Bueno... ¿casualidad? Nunca se sabe bien bien si los encuentros casuales con las mujeres son enteramente fortuítos. El caso es que me tocó por la espalda, con un dedo.
-Anakin, ¿qué haces aquí?
-Hombre, Jéssica... qué casualidad....
-Sí, qué casualidad, ¿no?

En el sofá de casa de sus padres, continuamos la conversación que habíamos iniciado en la calle, de tranquilo paseo. conversación de chica sencilla, que te habla de cosas pequeñas e irrelevantes pero que no puedes dejar de escuchar con cierta sensación de bienestar. Jéssica hablaba por los codos, y Jéssica es de aquella clase de muchachas que una vez te han contado mil y una serpentinas inconexas, una vez las has escuchado y en tí han podido vaciar el depósito de su locuacidad, puede que que permitan iniciar sexo. A mí me apeteciía muchísimo, y noté, por la elocuencia de su silencio repentino, que a ella también. Le rodeé la cintura con mi brazo izquierdo, y le atornillé un beso suave pero decidido, al que respondió como la mantequilla que se funde hasta liquarse. No tardé en mesarle su pecho izquierdo, por encima de su blusa, acompasadamente. Nuestras lenguas jugaban cada vez mejor, y empezé a desabrocharle la blusa y a acariciarla por encima del sujetador. Pero yo quería ir a las superlativas redondeces de su culo y caderas. Me di cuanta que Jéssica se dejaba hacer sin objeción alguna, pero que había que hacer, así que le fuí quitando su tejano hasta quedar en ropa interior, tumbada boca arriba sobre el sofá. Tumbado cómodamente encima de aquel colchoncito sabroso, tierno, le bajé una mano hasta la nalga izquierda, mientras le seguia tocando los pechos, ahora ya desnudos. Así fui alternando una mano, otra, arriba, abajo. Y sin necesidad de temer por el equilibrio, me pude sostener tumbado encima de ella con ambas manos paseándose por nalgas y muslos, mientras mientras le besaba la boca, el cuello, o lo que me quedase a tiro. Y nada, en el momento oportuno le practiqué un masaje clitorial que la subió hasta las nubes. Acto sequido me desabroché el pantalón, y sin necesidad de penetrarla -por ahorrar la prosaica inquerencia sobre quien llebava preservativos-, con el miembro arropadísimo entre carnes generosas, me corrí con una premura y una duración que me sorprendió.
-Lo siento, Jéssica, te habré puesto perdida...
-No te preocupes, tengo cleenex a mano...
Y alargando su mano hasta la mesita del café, donde tenía el bolso, sacó un paquetito de pañuelos de celulosa.
-¿Puedo coger uno? -pregunté, educadamente.

Tres lunes más tarde, en la sesión de terapia ocupacional, me cambió el humor al comprobar que Jéssica no estaba allí. Hablé con desgana. Pensaba todo el tiempo en qué podía haberle sucedido. No quería ni pensar que por nuestro revolcón ella se hubiese lastimado o algo hasta el punto de huír. No lo creía. Era inverosímil, puesto que ella era, con casi completa seguridad, de esas personas que no espera mucho ni poco de nadie. De esas personas que reciben lo que venga con gratitud, y después Dios dirá.

En el casillero de recepción me informaron de que Jéssica había dejado la empresa, "ahora que la habían hecho fija, desde luego que rara es la gente", decía la recepcionista. Me alargó un sobre a mi nombre.
-Lo dejó hace tres lunes, insistió que te lo diera.

Leí. Caligrafía redonda, de estudiante aplicada.
"Anakin: gracias. Tus charlas me han servido un montón. Gracias a ti he visto quien soy y qué quiero. O más bien, qué no quiero. Espero que no te haya sentado mal que no te llamase después de aquella tarde en mi casa, tan bonita, que siempre recordaré. Me aproveché un poco de ti, o almenos tengo esa sensación. Simplemente pensé que yo sería para ti una chica más, por eso pensé que no había nada malo en lo que pasó. Yo lo sabía. Aún así, por aquello, gracias, también. Me sentí una reina, y mi autoestima subió como no te puedes imaginar.
Cuando leas esto estaré en India, trabajando para la fundación Chrisnamurti, cerca de Bangalore. Allí tengo una amiga que me pedía desde hacía tiempo que fuese con ella. Y allí estoy.
En mi tienes una amiga, y si alguna vez vienes por aquí no dudes en acercarte, si te apetece, a decirme hola.   
Jéssica."

Ardua tarea  es, y se demustra continuamente, vaticinar los efectos precisos de  nuestros actos. Imposible tarea es -ya hablo como el Master Yoda- tratar de entender lo que pasa por las cabezas y los corazones de quienes nos rodean. Mejor. Si todo fuese previsible, la vida sería un asco rotundo, definitivo.

sábado, 19 de febrero de 2011

Rubor

Me sentía tan jodidamente frustrado cada vez que terminaban nuestras citas. Me juraba y pejuraba que no volvería a caer en el error de acceder a tus deseos. Pero al final siempre lo mismo. Qué  jodídamente mal se vivia bajo tu pulgar. Solo me aliviaba saber que la última gota de sangre es la que nunca damos. Sabia naturaleza, dicen.

Todo el dolor que dejé que me infligieras fué a cuenta de un gozo imaginado, posible, vislumbrado, vivido de antemano y por tanto sin garantía alguna, sin firma, sin pagaré ni letra de cambio. Ficciones del espíritu, humo, cheques sin fondos. 

Nunca damos nuestra última gota de sangre, desde luego que no, aunque de mí supiste sacar hasta la penúltima, aquella tarde de agosto, con aquel beso envenenado, uno de tantos, uno más, justo cuando ya nuestras vidas distaban siete mil leguas árticas. Tuvo que ser tu lengua venenosa, qué ironía, la que me reviviese, como el último sorbo de vodka que toma el soldado ruso antes de morir en la estepa y que le aguanta con vida un suspiro más. Cuatro segundos más de vida. ¿Quién renunciaría a ellos?

Siempre que me acuerdo se ensombrece mi día, mi tarde, mi segundo. Yo y el olvido siempre nos hemos llevado mal. Y más si en el momento más inoportuno entras en el mismo vagón en el que yo viajo,  por lo visto por error.

No has cambiado. El mismo magnetismo, tu orgullo de  de aristócrata de extrarradio. La misma necesidad de sentirte polo de atracción. La misma mirada que mira si te miran. Los mismos ojazos de mora capaces de eclipsar a toda una luna en todo lo alto de todo un alcázar. El mismo campo de minas bajo tu sonrisa, que no sé a quien has dedicado. A algún memo de tu barrio, seguro. Pero yo también te conozco, y a mi no me has visto al entrar. Por ello, ahora mismo te cazaré. 

Me he acercado. Sabía que lo pararías mal. Por eso me he acercado. La más natural de mis sonrisas, para ti, gélida Anabel.

-Anabel, qué sorpresa.

Lo he visto. El  rubor en tus mejillas, el mismo  que cuando te excitabas pidiéndome más fuelle para tu fuego, que al final siempre guardabas en tu egoísta lamparita de cristal. Esto tiene un nombre, compuesto, que hace referencia al calor y a la polla. Pero yo siempre te lo perdonaba. Han pasado por tu mente todas las  veces que mi  lengua  en tu clítoris te sacaba del  del pozo profundo de tus contradicciones. La de saliva que gasté convenciéndote de que  tus pechos sí eran bonitos, ya que de eso dependía tu equilibrio general. Y después, como siempre, nada. Adiós muy buenas. La Marquesa se va, i quien sabe cuando volverá.

Y hoy... qué placer verte dudar, sofocarte, mirar a otra parte. Levantarte como si se te pasase la parada. Irte, por no ver en mi cara el peso de tus remordimientos. Qué placer saber que ya nunca entrarás tranquila en ningún vagón de ningún metro de esa línea, que siempre mirarás, que siempre sentirás el alivio de percibir mi ausencia.

lunes, 14 de febrero de 2011

El Club de los buenistas: capítulo final

Entre Carla y yo van cayendo las barreras del contacto físico. A cada leve roce le sigue una intensa descarga de atracción, de deseo. Nos tocamos, muy civilizadamente, pero como perros en celo, de un modo cada vez más buscado y ostensible. Vernos y no tocarnos -una manita en un hombro, una carantoña en la mejilla- es ya insoportable. No es de extrañar, entonces, que hoy hayamos acabado metidos en el cuarto de las escobas. Era inevitable. Carla es menuda, y sujetándola por sus nalguitas de manzana respingona me la he subido hasta que, abierta de piernas, su pelvis ha quedado contra mi paquete. Eso sí, con los pantalones aún puestos. Me miraba, con sus ojos de esmeralda incandescente, algo temerosos, cerrándolos justo en el momento en que abría su boquita de Fantanaranja y pegaba sus labios a los míos. Empezaba a notar la dulzura de su lengua cuando han sonando dos breves y antipáticos golpes en la puerta metálica del exiguo cuartucho. La he estrechado contra mi, como un Adán protector sorprendido por Dios en el Paraíso. Sus negros tirabuzones eran, en mi rostro, una invitación al confort perpetuo, mullido como el pan caliente. En silencio, han transcurrido pocos segundos, y después otra vez los golpes.

-Anakin... -decía una  voz, desde fuera. tratando de ser discreta.

Era Alfredo, el encargado. He abierto. Con cara de circunstancias, he atendido a lo que me quisiese decir. A la fuerza ha tenido que ver a Carla, mal disimulada detrás de unas mopas, con un cubo de plástico azul vuelto del revés tapándole la cabeza.

-Anakin, tío, que os he visto. A mi me da igual, pero te advierto que hay cámaras por todas partes, no hagas el tonto, ¿vale? Tú mismo, que ya sabes cómo las gastan estos cabrones de TMB.

-Vale, vale.

Y ha cerrado.

Carla se ha quitado el cubo, y hemos mirado por los cuatro rincones del techo. Efectívamente, ahí había una cámara, pero por suerte... un paño de quitar el polvo cubría el objetivo. Alguien antes que yo habría usado ese cubículo para sus fines ocultos. Pero es bien cierto que de repente me ha entrado un ataque de prudencia. Por un euro de menos en el recuento, echaron a un conductor de autobús. Les sería fácil darme puerta, y a Carla también, alegando "uso indebido de las dependencias de la empresa".

He abierto una rendija, esperando el momento adecuado para salir. Primero yo, después Carla, o a la inversa, daba lo mismo. Pero justo en ese momento he entrevisto una figura conocida merodeando por el vestíbulo adyacente, una silueta que reconocería en cualquier rincón del mundo: andares extraviados, mirada de loco tras sus gafitas redondas. Sí, era Ian, con su tomo de "El Club de la lucha" bajo el brazo, y eso significaba algo. He vuelto a cerrar.

Un Jedi percibe cualquier perturbación en la Fuerza, y eso era justo lo que estaba sucediendo en ese instante: I got a bad feeling about this, dicen en la películas. Notaba una turbulencia intensísima que gravitaba cada vez más cerca de Carla. Y de repente lo he visto todo claro y en technicolor.

-Carla, cariño, ¿tú tienes Facebook?

-Sí, ¿por qué? ¿Pasa algo?

-¿Has agregado recientemente a un tipo llamado Ian?

-Sí, ¿por qué? parecía majo...

-Es peligroso.

-Pues vaya mierda... nunca lo hago, ya sé que hay mucho tipo sin crepúsculos por ahí suelto...

-Crepúsculos no, escrúpulos. ¿Qué pone en tu Facebook?

-Nada, lo típico, mis cosas, sentimientos, vivencias...

-¿Hablabas de mí?

-Bueno un poco... lo siento, quizás no tenía... ¿tengo que asustarme, Anakin?

-Espero que no, pero ha sido un...

-Ya, un craso favor...

-No, un flaco error... no, coño, un craso error. Bueno, da igual. Ahora saldremos de aquí, tú detrás mío, y en cuanto te diga echas a correr.

Salimos. Al vernos, Ian, montado en cólera, se acercó. En seco paró, y sacó la pistola. Tiró el libro al suelo y apuntó.

-Anakin, traidor. Te mezclas con lo insano, con la plebe enferma. No controlas tu polla bastarda. Ahora apártate, he de acabar con esa pulga insana, con ese tumorcillo social que apesta, como tú, a mentira, a mierda envuelta en lacito rosa, que es lo que soys todos. Apártate. Primero ella y luego vas tú.

Tras de mí, Carla temblaba.

-Ian, si tanta sed de limpieza tienes empieza por esos dos que te dije, el Oriol y el otro, el del piso patera. Pero olvídate de Carla, o te mataré yo a ti.

-No sufras, esos dos piojos ya lucen esquela en los periódicos. ¿Es que no lees, anakin? ¡Aparta, perro!

Total, que así nos hubiésemos tirado horas, y ya empezaba a congregarse gentío alrededor. Sabía que Ian, ciego de fanatismo -folla poco, o nada- acabaría disparando. Pensé en emular a Buffalo Bill en su más celebrado número circense, cuando con los dientes atrapaba una bala en plena trayectoria. Podría ser un buen regalo de cara al público, que al fin y al cabo pensarían que todo aquello era una performance. Pero decidí algo más clásico: desplegar el láser azul de mi light saber e interceptar el curso del proyectil. Seguramente se fundiría. Aunque bueno, la mancha de plomo líquido caería al suelo y aún la tendría que limpiar yo.

Al final, Ian disparó. Vació el cagador, entero. Repelí las balas con la espada, como está mandado, y por ello Ian se vio durante unos segundos completamente desconcertado. Después se enconó, a pecho descubierto, contra nuestra posición. Justo cuando se precipitaba sobre nosotros, volví a encender el láser. Ian quedó atravesado, fruto de su propio ímpetu. Un intenso hedor a grasa quemada impregnó el espacio, y una exclamación de horror recorrió la muchedumbre.

Me supo un poco mal. El proyecto de El Club de los Buenistas no tenía mala base, pero era absolutamente delirante en su faceta práctica. Pobre Ian, pobre fanático mesiánico. También me sabía mal porque de esas perdería definitivamente el curro. Pero bueno, ya encontraría otro. A mi no se me caen los anillos. De momento, tan solo me quedaba un pequeño autodestierro -puntual- a mi Tatooine natal. En dos segundos estaba allí, y la brigada del Cos de Mossos d'Esquadra ya recogría los restos del sarao. Ya volvería cuando todo el episodio hubiese caído en el olvido, y a fe que sería pronto. La gente es sumamente voluble y olvidadiza.

Cogí a Carla por la cintura, y en un plis nos plantamos en Taooine. Fuimos directos a la granja de humedad de mi tío Lars -bueno, era tío mío, o de mi padre... esto ya no sé si lo he vivido o lo he visto en película...

Carla y yo teníamos una bonita cuenta pendiente, un bello asunto por concluír. Nos desnudamos. La tumbé en un jergón, austero y milenario. Lamí sus pechecitos tersos y duros, lamí todos los rincones de su epitelio. Carla, flexible como un junco, salvífica como el trigo, veraz como el humus esencial, jadeaba harmoniosamente mientras la penetraba a fuego lento. Y sus jadeos se confundieron con la bella cadencia sonora que, cada atardecer, en Tattoine, toma la forma de dos soles en ocaso.

miércoles, 19 de enero de 2011

El club de los buenistas (capítulo 7: todo se complica)


Mónica, endiosada, encumbrada, aclamada, en la cresta del show business más vacío y enajenador. 
Mónica, astuta felina, cada noche me huele como esperando percibir el perfume de otra gata. No, los pensamientos no tienen aroma, pero su afinada sensorialidad detecta una turbación en mi interior.
Mónica, bestezuela territorial, quiere, ahora que domina el Macrocosmos del estrellato, dominar también el Microcosmos de mi cama. Y ya está en camino de quererse adueñar del Microcaos de mi mente, batida por fuertes oleajes de confusión, procedentes de una sístole y una diástole excesivamente contaminadas de deseo eréctil.
Mónica, muñeca frágil y celosa, niña mimada y caprichosa, se sisenta sobre mi sexo, erguida, cual diosa  que ejerce todo su  poder vencedor. Y la siento, la toco, y el Todo y la Nada se funden en todos y cada uno de los huecos que deja el exactísimo catálogo de sus curvas. 
Mónica, diabólico metrónomo, marca los tiempos exactos que debe durar mi tránsito hasta el orgasmo, una explosión de luz y vacío cuyas partículas llegan a salpicar el mismísimo rostro de Dios.
Pero algún día -quizás pronto- en pleno éxtasis me abrirá el cráneo con sus uñas y descubrirá, ahí dentro,  el cascabelito de Carla batiendo sus alas, revoloteando alrededor del corazón que ella nunca logra ganar.

Y sigo sin noticias de Ian.

Hoy ha vuelto Carla al curro. Hemos hecho brillar las baldosas de la estación, bailando el Vals de los Mochos, y los usuarios de TMB nos han dedicado un merecido aplauso.