lunes, 26 de julio de 2010

Ingratitud

La ingratitud suele tener mucho que ver con la desmemoria. Y cierto es que solo tenemos memoria para lo que nos conviene. Pero esa memoria que es atención al otro, esa memoria que serenamente sobrepasa la obsesión por uno mismo, esa memoria que plácidamente traviesa el rio de la vanidad y nos lleva a la ribera de la gratitud, esa... ay, que escasa va amigos míos.

Pues nada, ahí sigue ese prurito por seguir engrandeciendo el ego. "No, si yo ya lo sabía". "No, si yo ya lo decía". "No, si por el interés te quiero Andrés". No, si yo no te debo nada, y si te debo, mañana ni me acuerdo, y donde dije digo... digo Diego. Ya se sabe, colegas... una vez utilizado el kleenex que te ayudó a disimular el sudor frío que relucia en tu frente temblorosa y desconcertada... ¿qué se hace con él?

Pero eh, tranquilo. Tú tranquilo que no serás ni el primero ni el último. Que me enamoro de todo y me conformo con nada, que sé que no hay nada más ridículo que salir en romería con la Cofradía del Santo Reproche (ay, maestro Joaquín, qué grande eres...) y no quiero parecerte ni llorón ni agraviado. Pero vamos, un... yo que sé, un... un... un algo, ¿no? ¿No hubiese sido bonito y noble?

Pero ya se sabe. Por más que se hinche los mofletes con prédicas a lo más Alto, al final el primero en decepcionarte siempre es el predicador.
En fin, si cuando yo calo a la gente -será por mi sangre gitana- casi nunca me equivoco.
¡Ea Morenín!

Me espera aún el caso de la virgen violada, del rapto del Huevo de Colón, de la lágrima furtiva, del sátiro en el probador, del traficante de Sueros Adulterados, del Doctor Mentira y del Monstruo de la Stratocaster.

Total, que no hay color. Y si lo hay, este ya empieza a desteñir.

Eh, que de nada.